¡Abrázame, anda!

ANTÓN PRIETO

Acobardados por las insistentes y machaconas medidas para reinsertarnos en la nueva normalidad, observamos cómo vamos a aflojar los rigores de nuestra inmovilidad. Dos metros, aceras anchas, gel hidroalcohólico, guantes y máscaras, mamparas, rotulaciones provisionales,  turnos inauditos… una desagradable liturgia de quirófanos se apodera de nuestras vidas ante la que además debemos poner cara de risa. Entreguémonos con cariño a las estrecheces de la distancia controlada, claro que sí, aceptemos con deportividad esas normas rotundas contra nosotros mismos y tomemos en serio lo que Simón y compañía nos recomiendan para vivir.

Si existe un itinerario cruel en estos días será el del abrazo. Ese espacio de tiempo en el que finaliza el viaje deseado, el encuentro casual, el protocolo asumido de tantas situaciones que nos resultan imprescindibles. Un abrazo es llegar a la cumbre de momentos que siempre desearemos vivir, por encima de todos los malestares, de todas las miserias que compartimos, de todas las experiencias que nos destrozan, de todas las tormentas. El abrazo político de Genovés en ese cuadro algo tramposo que dicen que representa la transición y que los madrileños clavaron ante el despacho laboralista de Atocha. El abrazo de “Matáronlle un fillo”, de Castelao, esa alegoría antifascista. O el de la paternidad de Ramón Conde al pie de la Torre de Hércules. O tantos y tantos que llenan las artes plásticas de significados sublimes. 

Malestar, ánimo, proteción, plenitud, erotismo, amistad, llanto, ceremonial, bondad, caridad, compasión, seguridad, generosidad, compromiso, amor. Es tan grande el universo de sensaciones que puede generar un simple abrazo, que prescindir tanto tiempo de su uso social va a ser realmente duro.

Tenemos el recurso a los abrazos íntimos y cotidianos, que por seguros y omnipresentes parecen tener menor importancia en el carrusel de las sensaciones necesarias. Deseamos los abrazos de los familiares y amigos que viven lejos, de los encuentros intermitentes, de los regresos deseados, de las llegadas la esos lugares que frecuentamos sólo una vez al año. Los abrazos húmedos de los amantes, los más medidos y defensivos del sexo efímero, de lo que mi querido Alf llama sexo industrial. 

Para él, “el abrazo supera al beso, a la caricia, a la penetración o a la felación como frontera invisible que separa los afectos, por lo que se convenirte en un anatema entre desconocidos”. Y tiene razón, los desconocidos pueden sudarse, sobarse, devorarse enteros, mantener todo el sexo que les prescriba el deseo, pero rara vez se funden en un abrazo del alma, desmecanizado, sin las grúas de la logística erótica. Si eso te ocurre en el primer polvo, seguro que te engancharás, o al menos elevarás esa compañía a tu altar de las nostalgias, al viaje de Hiperión a los Paraísos Perdidos que Charo López traducía desde Hölderlin en esa potente peli de Martín  Patino.

Queremos esos abrazos íntimos, soñados, esos abrazos que tu amor te describe cualquier mañana cuando te dice que necesita tu cuerpo para el sexo, pero sobre todo para el abrazo. Esos abrazos que tan bien huelen, que tanto ayudan y tanto satisfacen, que, volviendo a Alf, “nos retrotraen a la sensación de protección absoluta que es el útero materno, una necesidad vital mientras estemos en el planeta, un gesto necesario que nos convenirte en vulnerables” en maravillosamente vulnerables ante todo eso ante lo cual nos apetece cerrar los ojos para seguir viviendo. “Abrázame, anda”. ¿Cuántos amantes utilizarán el WhatsApp cada noche con esta frase todavía por algunhas semanas más?

Almodóvar

“Los abrazos rotos” es uno de esos films que quizá algunos fans de Almodóvar sitúen en un lugar intermedio de su filmografía. De esas a las que la industria española del cine marginó en los Goya premiando sólo la música de Alberto Iglesias. Yo se la recomiendo encarecidamente, porque es una peli redonda sobre la intimidad del deseo que acaricia todos los palos del universo de ese genial director que tanto nos marcó la mirada.