Amores lejanos

ANTÓN PRIETO

Hay partes sustanciales de la vida de las personas de las que no habla casi nadie. El confinamiento llega a todas las partes del cuerpo y a casi todas las del mundo, y nuestros relatos, el esquema de razonamiento de nuestra relación con el virus y esta extraña situación paralizante, nunca incluyen una dimensión latente en muchos cuerpos, en muchos corazones, en muchos aparatos genitales. Los amores separados por la distancia.

Sé de alguien que se arriesga cada noche que libra de su trabajo —que es esencial— para acudir al calor de su amado, a unas cuantas calles de su casa. Es un amor casi adolescente, veinteañero y fastuoso, como todos a esa edad. Me explicaron cómo hacen. Quedan en Carrefour y circulan por no sé qué veredas burlando la presencia policial. No se sienten delincuentes, no se sienten irresponsables, son gente de bien, con sus trabajos y sus cabezas sobre los hombros. Es el deseo lo que les mueve a aventurarse por los caminos de Salcedo en busca del calor y la pasión irrefrenable.

La cuarentena es doblemente cruel con el deseo de los distantes. Las distintas revoluciones/evoluciones/conexiones de las últimas décadas crearon nuevas dimensiones para la felicidad de las personas. La familia convencional sin licencias sexuales de sus miembros está en franco retroceso. Muchas parejas se deshacen al entender que deben explorar nuevos horizontes. Otras se mantienen con sus componentes cruzando ciertas fronteras que consideran peligrosas, pero a lo que se arriesgan tras razonar que los besos que no das hoy, nunca se recuperan, y la vida es corta y todo ese tinglado existencial. Muchas personas permanecen orgullosamente solas, adoptando una vida plena y apetecida. Otras incluso mantienen relaciones familiares muy complejas, a varias bandas, lo que por muy minoritario que resulte, también existe y además es admirable, porque conlleva una dosis de valentía que las convierte en especiales.

Todos sabemos que hay amores que en distintas relaciones —secretas, explícitas, frecuentes, esporádicas, combinadas, complejas o simplemente proyectadas— a dos o tres cuadras de tu casa, en tu propia ciudad o en la de al lado, pero también a 20, 80 o cientos de quilómetros de distancia. Amores que poblaban moteles o remotos espacios naturales donde explotaban de felicidad. Amores que aprovechaban cualquier excusa para descubrir ciudades o follar en lugares insólitos, construyendo inolvidables aventuras, para regresar después a la más o menos gris realidad de sus vidas.

Amores con cadencia semanal, mensual, bimestral, anual. Amores que cuando se juntaban consumían todo el tiempo que tenían en mascar insistentes el sexo hasta la extenuación, porque cada minuto mide mucho menos de sesenta segundos cuando el cerebro registra sensaciones tan excitantes, tan absolutas, tan deseables. Amores que no saltan a las ruedas de prensa de Moncloa porque a esa gente sólo les preocupan las curvas necrológicas, la saturación de las UCIs, la calidad de las mascarillas. Y satisfacer a los lobbys de la infancia, a los de las residencias de ancianos, a los que venden automóviles o a los carrilbicistas, todos muy alejados de las secretas pasiones de la gente de bien.

Solidaricémonos con la depresión de los amantes, con la frustración de los deseados, con quienes rezan por un puesto de privilegio en la desescalada asimétrica de los viajes, por quienes estarían dispuestos, como dice la leyenda, a caminar sobre las aguas del mar de Galilea sólo para acercarse a esos labios húmedos con los que sueña cada instante.

Bovary

Un buen momento para leer o releer esta magnífica novela de Flauvert, que además de contener un retrato estupendo de la Francia decimonónica, esconde la intimidad de una mujer que desafiando las escalas de su tiempo, decide alimentar su cuerpo con estimulantes vitaminas desarrolladas a partir de unas cuantas miradas furtivas. Sin duda, la literatura estará plagada de ejemplos, pero Madame Bobary es una precursora maravillosa de cómo aprovechar con alegría la hipocresía de su tiempo. Aunque algo avanzamos. Lo suyo acaba en tragedia. Lo nuestro continuará después de la pandemia.